La Lección / por Carlos Rey

Recuerdo que la primera vez que vi un centauro fue tan profundo el impacto que me causó que mis ágiles piernas temblaron. En ese tiempo era un joven sin experiencia, y no estaba preparado para ver de cerca una bestia, a pesar de que me habían advertido que estas bestias no eran iguales a las otras, que poseían, como los hombres, el don del lenguaje. Sin embargo –debo confesar– sólo cuando tuve oportunidad de oírlos hablar sentí tranquilidad; cuando oí por primera vez esa voz que sonaba a los oídos como una caricia, tan clara y suave, y que hacía casi imposible lograr conciliar el aspecto aterrador de una bestia con la tierna voz de un niño.

   Al poco tiempo, llegado a la edad de educarme, y como los centauros tenían fama de sabios, mi padre dispuso que uno de ellos se convirtiera en mi maestro. Fue así que conocí al centauro Quirón quien, con el correr de las lunas, de muchas cosas me habló, pero yo cada día que pasaba menos comprendía lo que me explicaba, a pesar de que su voz en nada había perdido su claridad y ternura. 

   Una mañana, en que mi maestro impartía su obstinada clase, teniendo yo los oídos taponados sin remedio, me levanté y le dije: “Maestro Quirón, desde que nos hemos reunido aquí, a la sombra de este frondoso árbol, no has dejado de hablar y de hablar, pero yo, la verdad, cada día te entiendo menos”. A lo que el sabio Centauro respondió: “Has aprendido la lección, joven Aquiles, mejor habría sido que siendo bestia no hablara, al menos así me hubieses entendido”. 

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