Ludmila me dice que va a tocar el piano un rato y yo me quedo recostado en el sofá, a tan solo algunos metros de distancia de su cuerpo, admirándola. Sentada frente al gran instrumento, su figura parece impotente hacia él. Aunque yo sé que, en verdad, todos somos impotentes ante Ludmila.
Sus dedos se posan con firmeza y seguridad en las teclas. Las recorren de memoria, con una velocidad inusitada, con una agilidad que todavía me asombra, y la melodía que nace es bellísima: no tanto como Ludmila. Es cierto que todo lo que crea es precioso, pero ella es la suma de todas y cada una de sus partes. Todo lo que gracias a ella existe, es valioso.
Pero que ella exista, a veces, me suena casi a utopía, casi a mentira o irrealidad.
La observo de espaldas. Su pelo castaño es largo y lacio, y siempre huele a cerezas. No recuerdo cómo olían las cerezas antes de conocerla, porque cuando Ludmila toca algo, marca un antes y un después. Ya no sé si previo a conocerla el aroma a cerezas siquiera existía.
Solo sé que ahora lo hace, porque existe Ludmila.
Recuerdo bien el momento en el que nos empezamos a enamorar. Ella estaba asustada porque tenía terror de que yo fuera como todos los demás. Sus barreras eran altas y sus muros casi inquebrantables. Yo tenía miedo de dar un paso en falso y perderla, aunque todavía no la tenía. Ya había comprendido que, como todo el resto de las cosas que fueron tocadas por Ludmila, no iba a poder seguir viviendo como hasta hace poco tiempo: ahora sabía que alguien así existía.
Me acerqué con cuidado y le susurré las veces necesarias que en mí no había peligro alguno, pero eso ya lo habían hecho ellos, y ellos mentían. Así que también se lo demostré.
Esperé con la paciencia de un profesor en sus primeros años en la profesión que me dejara entrar. Le intenté resignificar la palabra amor a algo desconocido para ambos. Lo que había detrás de las murallas y paredes que ella había construido, valía la calma con la que me
senté a esperar.
Me confió y compartió sus miedos y yo los guardé dentro mío para que no la lastimaran. Fui testigo de cómo su mirada comenzaba a cambiar. De negación, a desconfianza, a ilusión, a cariño. A veces pienso en eso, mientras miro a Ludmila. En cómo su corazón me abrió las puertas y dejó pasar. En que haría y sería lo que fuera para que jamás sienta la necesidad de volverlas a cerrar.
Ludmila compone una canción en menos de tres minutos. Toca el piano desde que tiene cinco años. Lo hace con una facilidad y sencillez que siempre me logra dejar maravillado. Y yo la escucho, y siento, de pronto, ganas de llorar.
No sé nada sobre instrumentos, ni sé tocar el piano. Tampoco tengo oído musical. Pero Ludmila toca el piano y me emociona.
Cuando se cansa me llama y yo me acerco como si nada, o como si algo, o como si todo, y le doy un beso en el pelo: cerezas. Trago saliva y por algún motivo duele. No quiero perder a Ludmila.
Jamás podría, si lo hiciera, relacionar ese aroma a una fruta. No ahora que conocí la felicidad.
La felicidad sabe a Ludmila. Las cerezas huelen a Ludmila. Todos los pianos del mundo están celosos, porque existe uno que en alguna parte es tocado por Ludmila. En un rincón del planeta en donde el sol brilla un poco más fuerte, porque lo habita Ludmila. La música existe desde que la compone Ludmila. Yo soy un afortunado, porque por algún desliz del
destino, por alguna cuota irrisoria de suerte de la que todavía me sorprendo y maravillo, puedo besar a Ludmila en la cabeza, puedo escucharla, y soñarla, y amarla. Puedo verla despertar, existir, y hacerlo cerca mío. Puedo ser testigo de cómo transforma todo lo que toca y ama en algo mejor.
Puedo sentir que me toca, y me hace querer convertirme en un hombre mejor.
Puedo asegurarle a cualquiera que, con sus dedos, compuso en mi corazón su mejor canción.