Alberto Caeiro, maestro de poetas // por Carlos Rey

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El poeta portugués Alberto Caeiro nació el 16 de abril de 1889, en Lisboa, y murió en esa misma ciudad, en 1915. Escenario de su nacimiento y muerte, Lisboa, sin embargo, no sería la ciudad donde transcurriría la vida del poeta. Obligado a trasladarse, cuando era un niño, tras la muerte de sus padres, a Ribatejo, una pequeña y tranquila ciudad campestre, alejada de la capital por varios kilómetros, Caeiro viviría en la casa de una tía abuela, y allí escribiría casi toda su obra.
A pesar de no tener instrucción académica –sólo había completado estudios primarios– y mantenerse alejado de cualquier centro cultural y artístico, eso no impidió que lo rodeara un grupo entusiasta de jóvenes poetas que vieron en Caeiro, siendo, no obstante, él mismo tan joven como ellos, un verdadero maestro. Entre sus discípulos se encuentran Ricardo Reis, Álvaro de Campos y Fernando Pessoa, a los cuales debemos fundamentalmente el saber de la existencia de Caeiro, pues todas las noticias que nos han llegado del poeta, como si se tratara de un Sócrates moderno, con la diferencia, claro, que de Caeiro tenemos, por suerte, sus poemas, provienen de sus discípulos. Murió joven, poseía una salud endeble, y todo lo que escribió se publicó después de su muerte. Su obra se conforma de un poemario completo, “El guardador de rebaños”; uno incompleto, “El pastor amoroso”; y algunos poemas sueltos que Ricardo Reis, por sugerencia de Álvaro de Campos, reunió bajo el título de “Poemas inconjuntos”. Debemos también a la prosa del primero, quien se encargó de la edición de la Poesía Completa de Alberto Caeiro, la escritura del “Prefacio” para dicha publicación que, junto con las “Notas para recordar a mi maestro Caeiro”, escritas por Álvaro de Campos, pocos años después de la muerte del poeta, otorgan el marco necesario para acercarse a la obra de este singular poeta.

La poesía de Caeiro es simple, sin pretensiones formales, las que consideraba un esfuerzo innecesario para la poesía. Si existe una crítica de Ricardo Reis a la poesía de su maestro será sobre este punto. Su estricta formación clásica no podía conciliar la libertad formal de los poemas de Caeiro con la seducción que le producía el pensamiento del maestro. Optó, entonces, por seguir el contenido comprendiéndolo en un envase más riguroso. Así nacerían sus Odas; pero así también nacería la poesía de los otros dos discípulos. La futurista de Álvaro de Campos, quien descartó el contexto bucólico que caracterizan los poemas de Caeiro y aplicó las ideas del maestro al mundo industrial moderno, logrando un futurismo particular que llamó “sensacionismo”; y la poesía cerebral y fría de Fernando Pessoa, a quien le seducía más jugar con las distintas variantes de una idea que lograr transmitir un sentimiento verdadero. Pero todos ellos eran poetas por necesidad de expresión, Alberto Caeiro, en cambio, lo era por una necesidad de existencia:

Miro y me conmuevo.
Me conmuevo como el agua corre cuando el suelo está inclinado,
y lo que escribo es natural como el que se levante viento

Por eso no podía concebir que un poeta escribiera ateniéndose a una forma prefijada, acorde a una convención estipulada. En este sentido no era poeta, no podía ni quería serlo:

¡Y hay poetas que son artistas
y trabajan en sus versos
como un carpintero en las tablas!

¡Qué triste no saber florecer!
¡Tener que poner verso sobre verso, como quien construye un muro
y ver si está bien, y tirarlo si no lo está!

Alberto Caeiro fue, entre los jóvenes poetas que lo rodearon, sino el más joven en edad sí el más joven en inocencia. Él veía las cosas como si fueran un origen, despojadas de cualquier concepto. Cada cosa aparecía ante sus ojos como un nacimiento, una revelación de la Naturaleza:

Me siento nacido a cada instante
a la eterna novedad del mundo…

Creo en el mundo como en una margarita
porque lo veo. Pero no pienso en él,
porque pensar es no comprender…
El mundo no se ha hecho para pensar en él
(pensar es estar enfermo de los ojos),
sino para mirarlo y estar de acuerdo

Se ha hablado largo y tendido sobre el paganismo de Caeiro, pero en ningún pasaje de su obra él se autoproclama pagano, a lo sumo confiesa ser un “descubridor de la Naturaleza”. No ocurre lo mismo con sus discípulos. Si quisiéramos adjudicarles algún eslogan que los defina sólo tenemos que buscar en su propia obra, así encontraremos que Ricardo Reis es un estoico para sí mismo, Álvaro de Campos un sensacionista y Fernando Pessoa un fingidor. Alberto Caeiro, en cambio, no es definible con una palabra porque carece de teoría y de un sistema de pensamiento, siendo su única filosofía lo que ven sus ojos. Y lo que estos ven es aceptado por el poeta como la única verdad posible y necesaria:

Yo no tengo filosofía: tengo sentidos…
si hablo de la Naturaleza no es porque sepa lo que es,
sino porque la amo, y la amo por eso,
porque quien ama nunca sabe lo que ama,
ni sabe por qué ama, ni qué es amar


Caeiro no podía ser pagano porque desconocía el paganismo, como desconocía cualquier teoría que intentara justificar la existencia de las cosas más allá de su apariencia: El único sentido íntimo de las cosas / es que no tienen ningún sentido íntimo. Es en todo un pensamiento sin concepto, un pensamiento sin argumentación lógica, intuitivo, sostenido únicamente en los sentidos. Y esta no filosofía (entendiendo, como lo hace el poeta, el término filosofía como un sistema racional de comprensión del mundo) se convertía, sin embargo, a los oídos de sus discípulos, en todo un campo abierto para el pensamiento, un campo llano a conquistar, lo que los discípulos inevitablemente harán, llevándolo al plano intelectual y lógico. Pero si en el pasaje de la intuición a la razón se gana fundamentación lo que se pierde es alegría, pues la alegría de Caeiro era consustancial con su inocencia. Si Ricardo Reis puede ser emparentado con su maestro no lo será por la alegría de éste. Podrá serlo por el tronco común del que abrevan sus ideas, y lo mismo podemos decir sobre Álvaro de Campos y Fernando Pessoa. Ninguno de ellos poseía la inocencia de Caeiro, a lo sumo su inocencia fue empeñarse en un estoicismo forzoso de la voluntad, y en la creencia de la estética. Por el contrario, si existe poeta al cual Caeiro pueda ser emparentado en inocencia quizá sea con Rimbaud, antes, claro, de caer vencido y desaparecer y morirse para la poesía.
Por supuesto que se hace imposible sostenerse en pie de guerra y no sucumbir finalmente. El noble e inocente espíritu que fue el poeta Alberto Caeiro, no contaminado de teorías y especulaciones filosóficas, se irá apagando y comenzará a hacerlo en el momento que el grado de influencia invierta su dirección y pase ya no más de maestro a discípulo sino de discípulo a maestro.

En las Notas que Álvaro de Campos escribiera poco tiempo después de la muerte de Caeiro nos ha legado un acercamiento al poeta de primera mano, no sólo por haberlo conocido y tratado íntimamente, sino por haber reflexionado críticamente la obra del poeta. Yo mismo al momento de escribir esta nota no puedo pasar por alto, y tampoco pretendo hacerlo, aquellos apuntes, pero sí me permito disentir en un punto crucial con el discípulo. Se trata de la evolución de la poesía de Caeiro. En su estudio Álvaro de Campos traza una línea de separación entre los primeros poemarios El guardador de rebaños y El pastor amoroso de los poemas que conforman los Inconjuntos. Precisamente es en estos últimos donde puede verse un cambio de aliento del poeta, pero con la salvedad que se trata de un cambio de aliento ya sin aire feliz. La razón sería para Álvaro de Campos que en estos últimos poemas puede apreciarse la evolución de la enfermedad que llevaría finalmente a la muerte a Caeiro, es decir, la tuberculosis que terminaría de tragarse la respiración del poeta. Ahora bien, efectivamente hay una enfermedad mezclada en estos poemas, pero no creo que se trate de la tuberculosis. Caeiro era demasiado realista para no aceptar lo que provenía de la Naturaleza, sino que, al contrario de lo que piensa Álvaro de Campos, la enfermedad que lo consumía, y que destilan este último conjunto de poemas, era causada por la influencia que comenzaba a recibir por parte de sus discípulos, todos ellos enfermos de un vasto saber filosófico, de teorías y estéticas.

La ciudad de Ribatejo era simple, se correspondía con la simplicidad de la mirada del poeta, la que se vio convulsionada a su llegada a la gran ciudad, empujado por la insistencia de sus discípulos que lo obligaron, una vez en Lisboa, a participar en tertulias literarias interminables, discusiones filosóficas bizantinas, consideraciones y especulaciones metafísicas absurdas que atacaron los cimientos de su inocencia poniéndola a prueba. Si no como se comprende que el poeta que escribiera:

Mi mirada es nítida como un girasol

pudiera escribir ahora:

También sé hacer conjeturas

La inocencia de Caeiro comienza a resquebrajarse. La inocencia que cautivó la mirada de sus discípulos, que lo hacía verse como un semidios de mil ojos, consustanciado con los seres y las cosas, esa inocencia que ellos amaban en él sin saberlo había sido puesta a prueba. Y el poeta lo siente en su interior como la verdadera enfermedad que lo consume por dentro:

Estoy enfermo. Mis pensamientos empiezan a estar confusos

En los últimos poemas el tono había cambiado, y había cambiado según el gusto de sus discípulos que ven en ellos un tono más interesante que los de la primera etapa, algo que tanto Reis y Campos se ocupan de resaltar, aquél en el “Prefacio” a la Poesía completa del poeta y éste en las Notas antes referidas. Y no podía ser de otra manera, ya que en ellos Caeiro comienza a teorizar a desmedro de sus intenciones, pero la influencia de sus discípulos ya había surtido efecto. La alegría que provenía de su inocencia desaparece en este último conjunto de poemas. De ahí en más la muerte era inminente. Había perdido su realidad. Ahora se sentía un sueño soñado por otro. Su destino fue el de su admirado poeta Cesário Verde, del que escribiera alguna vez estos versos que al final se volverían un espejo de sí mismo:

¡Qué pena me da! Era un campesino
que andaba preso en libertad por la ciudad


Es posible que la obra poética de los discípulos de Caeiro, es decir, la poesía de Ricardo Reis, Álvaro de Campos y Fernando Pessoa haya sido más importante para el desarrollo y evolución de la poesía moderna, pero ninguna de ellas nació tan espontánea y clara como la de Caeiro, hija natural del arrobamiento que provoca la creación del universo:

Si pudiera morder la tierra entera
y sentir su sabor,
y si la tierra fuera algo para morder
sería más feliz un instante

Nunca sabremos los detalles de la muerte del poeta. Ricardo Reis y Álvaro de Campos, quienes fueron los que más escribieron sus impresiones sobre el maestro, no se encontraban en Lisboa cuando ocurrió. El único que estuvo presente fue Fernando Pessoa pero nunca hizo referencia al hecho en sus escritos. Nunca sabremos si legó un gallo a Esculapio o si entristeció. Sólo sabemos, por un último poema, que saludó al sol pero no se despidió de él.

 

Carlos Rey, escritor, sodero y poeta. Publicó Cavidades (2008) y El poeta y yo y otros poemas (2018). Dirige la revista de poesía Katana.

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