Giorgio Agamben nos recuerda –cosa que efectivamente es cierto y teníamos olvidado, lo que fue motivo de mis investigaciones– que en tiempos pasados cada nacimiento venía acompañado con la designación de un genio. Es decir que por cada niño que nacía un genio era designado como su padrino y se encargaba de acompañarlo en su crecimiento. Era costumbre a su vez, por aquellos años, recibir la noticia con entusiasmo. Los padres aceptaban con alegría la designación del genio, no porque ello cambiara la suerte del niño –lo que pertenecía al ámbito de otra divinidad– sino porque significaba que el niño no sufriría de aburrimiento, un mal que experimentado desde temprana edad podía derivar en vicio y traducirse, llegado a la madurez, en holgazanería en sus funciones ciudadanas. El niño tenía, entonces, en su genio al amigo ideal que lo secundaría en todas sus aventuras, que compartiría con él, en las largas horas de insomnio, los sueños más disparatados e imposibles, y lo mantendría ocupado y alegre mientras durara su tierna infancia. Porque era de esperar, por supuesto, que con el correr de los años, y a medida que el niño creciera, esta filiación paulatinamente fuera disminuyendo hasta interrumpirse por completo una vez que el niño, ya hombre, asumiera sus obligaciones como ciudadano común y responsable. Cuando ello finalmente ocurría el genio aceptaba su derrota, y se apartaba y contemplaba el triste quehacer de su otrora amigo desde la altivez de una montaña. Pensaba que al menos había disfrutado del hombre en sus mejores años vírgenes cuando todo le era posible por la imaginación y el sueño, y esa parte altiva del niño, ahora dormida en algún hueco del hombre servil, no obstante podía despertar y buscarlo de nuevo, lo que efectivamente ocurría con algunos poetas y locos que lejos de resignarse a morir corrían desesperados a las altas montañas –¡bacantes en celo!– rogando ser aceptados otra vez por su olvidado genio.
Para bien de nuestra época la tecnología voraz ha sabido suplir el lugar del genio, y a los niños de hoy, por suerte, desde el momento de nacer ya los espera una gran marea de imágenes y juegos virtuales, redes de amigos prisioneros, y un sin fin –porque no hay evidencia de que alguna vez se detenga, sino todo lo contrario– de posibilidades de diversión insospechadas para mantener la mente entretenida. El niño sólo tiene que contar con unos padres realmente bondadosos, que lo quieran y abracen y cuiden al momento de irse a dormir, satisfechos de saber que no ha quedado hazaña por realizar, y que ahora su hijo dormirá –¡tierno inocente!– como un tronquito.
Carlos Rey (1977, CABA), escritor, padre, panderetista de mimos y poeta. Publicó Cavidades (2008) y El poeta y yo y otros poemas (2018). Dirige la revista de poesía Katana.