El nacimiento de la razón // Carlos Rey

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   Mi primera impresión cuando tuve conciencia de mi razón fue preguntarme cómo había hecho hasta ahora para arreglármelas y vivir todos estos años sin ella. Evidentemente había dos partes en mi vida, una primera que he olvidado completamente, y la segunda que sí se puede llamar vida, ya que puedo recordar cada detalle de ella. Algunos amigos me han recomendado la hipnosis como un método eficaz para recordar todo ese mundo que ha quedado olvidado dentro de uno, pero la verdad, pensándolo bien, yo no quiero recordar nada. Temo ver lo que me voy a encontrar. Sin razón es seguro que haya cometido muchas locuras. No quisiera recordar ninguna de ellas, mi razón no lo soportaría, se vuelve loca con sólo pensarlo. Lo mejor es seguir con esta vida que recuerdo ¿para qué querer recordar lo que no nos acordamos? Es como obligar a la vida a vivir cosas que no forman parte de ella, al menos desde que nació la razón no formaron parte de ella. Además, la vida de la razón no ofrece mayores sobresaltos, con seguir algunos preceptos y obligaciones se la puede pasar uno cómodamente. El problema es cuando dejamos entrar en nuestra vida –por sucumbir al demonio de la curiosidad– preguntas tales como saber qué hacía uno antes de vivir razonablemente. ¿A quién le puede interesar saberlo realmente? Si lo pienso bien incluso se puede decir que estas preguntas surgen cuando se vive demasiado cómodo. La vida de la razón podría tener esta doble cara: por un lado, nos brinda la seguridad que necesitamos, pero por el otro, nos deja desamparados al libre pensamiento, y entonces divagamos, por simples ociosos, en saber cómo nos las arreglábamos antes que la razón despertara en nuestra vida. Es la impresión a la que yo hacía referencia más arriba, y a la que, reflexionando, puedo desenmascarar como nociva para una vida sana. En este sentido tendría una crítica que hacer a la vida de la razón –lo que se puede hacer naturalmente desde la razón misma–, y que se relaciona con la necesidad que tiene ella no sólo de dirigir nuestra vida, sino pretender hacer lo mismo con esa parte de la vida no razonada y que uno no recuerda porque no tuvo razón para hacerlo. Que se deba a sus atributos humanitarios es una buena explicación, como formación natural que le viene dada desde su nacimiento, pero también existe la necesidad de abarcarlo todo. No puede consentir no saberlo todo, por eso es capaz de recurrir a un método tan poco científico como la hipnosis para salvar esa distancia de nuestra memoria. Que luego las investigaciones resulten ejemplos consagratorios para comparar las extraordinarias ventajas que brinda al hombre vivir bajo el yugo de la razón justifica altamente cualquier método, aunque se trate de uno más cercano a la nigromancia que a cualquiera de nuestras ciencias modernas. Pero eso está justificado desde la Ciencia y no para divagaciones que se hacen a la hora de la siesta cuando los ojos comienzan a pesar y la luz del sol nos sumerge por entero en ensoñaciones. Es la hora en que los sueños nos asaltan y nos confunden de fantasías y creemos, al despertar, que quizá en algo se relacionen con la vida que hemos olvidado y no recordamos por no haber tenido a la razón como su promotora. ¡Qué poco informados, cuando así lo queremos, estamos en materia de Ciencia! La mayoría sabe que los sueños son la parte lúdica de la razón, porque la razón no es tan rígida como quiere hacernos creer, sino que tiene también su parte juguetona, pero de aquí a considerar que pueda tener relación con aquella vida irracional es más un deseo de nuestra misma razón, empujada por sus atributos humanitarios, que algo que pueda llegar, en lo más mínimo, a ser cierto. ¿Por qué lo digo tan enfáticamente? Porque en los sueños no hay lugar para la muerte; cuando creemos que alguien ha muerto, incluso por nuestras propias manos, al rato aparece nuevamente como si nada. Se tratan de los ejercicios de conciencia que jugando la razón nos propone. En cambio, ¿qué podemos suponer para una vida que no sea dirigida por la razón? ¿Existe un orden posible fuera de la razón? Si existe no podemos llamarlo orden, porque el orden pertenece a la razón, por lo tanto, no es orden, y si no es orden, es desorden, y si es desorden no es tan bueno como el orden. Entre los dos me quedo con el orden de la razón. En definitiva, nada bueno puede haber en esa vida que ha sido borrada de nuestro registro a la hora de nacer la razón, nuestra salvadora. Pero, entonces, ¿ha existido realmente? ¿Se puede llamar vida a una vida que no contemple la razón? En nuestra sociedad, que dentro de su perfección puede tener puntos negros, existen ejemplos de hombres que han cometido delitos, algunos de ellos verdaderamente atroces, y que no se los puede justificar razonablemente, pero cuando los oímos coincidir en sus declaraciones que no actuaron movidos por la razón, que de alguna manera estaban ciegos, sin domino propio, entonces, advertimos, aliviados, que no de otra manera estos hombres podían haber realizado esos actos infames. Y los condenamos, no obstante, con la tranquilidad de saber que no han dejado de ser hombres.

De aquí proviene todo mi temor expresado más arriba. Una vida fuera de la razón no puede ser otra cosa que una vida de locura, y la razón necesita mucha sangre fría para contemplar ese mundo sin desesperar de las irregularidades que pueda encontrar a su paso. ¿Para qué enfrentarse a ello si en verdad todo esto había comenzado por una inocente pregunta de hombre razonablemente ocioso? ¿Por qué mejor no duermo un poco en esta cama que seguramente no es tan incómoda como a la vista parece? Pronto amanecerá y no he descansado lo suficiente. Pucha, cuando camine por ese largo corredor pareceré un muerto antes de tiempo.

 

Carlos Rey (1977, CABA), Licenciado en Bellas Artes, escritor, padre, licántropo y poeta. Publicó Cavidades (2008) y El poeta y yo y otros poemas (2018). Dirige la revista de poesía Katana.

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