Epifanía // un cuento deSol Iannaci

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En la habitación en la que me encuentro no hay ventanas. Un cubículo de apenas unos metros de largo cuya oscuridad es casi total. Dejo morir las horas sentado en la esquina izquierda, con la espalda apoyada contra la pared, y a veces hago música con las palmas de mis manos. Golpeando con fuerza el suelo mientras tarareo, para sentirme en compañía. Perdí la noción del tiempo, y mi mayor diversión es, de vez en cuando, acercarme a la puerta, y mirar. Por el hueco de la cerradura se filtra apenas un rayo de luz, pero encima hay una mirilla. A través de ella puedo observar qué sucede allá fuera. Creo que alguna vez estuve ahí, en esa calle. Aunque no puedo afirmarlo con certeza.

También puedo salir, aunque supongo que no está cerrado con llave. Sé que alguna vez giré el picaporte, y algo había sucedido. Creo que se había abierto, pero ya no lo recuerdo. De todos modos me da terror volver a intentar.

Afuera hay mucha luz, y la gente pasa caminando velozmente. Desde la mirilla veo sus sombras, sus siluetas apuradas, y si me agacho y miro por debajo de la puerta, veo sus zapatillas. Siempre me pregunto a dónde van con tanta prisa. Yo también fui a lugares con prisa en una vida pasada. No me acuerdo a cuáles. Tampoco por qué lo hacía, o por qué dejé de hacerlo.

Escuché un golpe. Y dos. Y tres. Sospeché que me estaba volviendo loco. ¿Quién podría atinar a tocar?, ¿quién sabe que yo estoy acá? Pregunté quién llamaba, y una voz respondió. Una voz aguda, dulce, que me sonaba parecida a algún sonido que en algún momento oí, a alguien que conocí hace siglos, o tal vez no hace tanto tiempo.

—¿Quién es usted? —era la voz de un niño no mayor a unos diez años. Iba a gruñirle que se fuera, como hago siempre que alguien trata de invadir mi vivienda, pero por alguna razón no pude gritarle.

Su color de voz me generaba una extraña nostalgia y un inusual cariño. Como si quisiera protegerlo de todo: como si quisiera protegerlo de mí.

—Yo pregunté primero.

—Federico. —contestó. Y la casualidad era un tanto cómica.

—Federico López… —agregó, antes de que yo atinara a contestar. La boca se me abrió por inercia, en un gesto de sorpresa. Las cejas se me arquearon y los ojos se abrieron de par en par. El corazón me sobresaltó del pecho con violencia. Quise decir algo, pero no pude. Cuando me recuperé, solo tenía una pregunta para formular.

—¿Tenés segundo nombre, Federico?..

—Sí… Federico Nicolás. Señor… mi papá siempre dice que no moleste a los mayores, pero si no le molesta que pregunte, ¿qué hace ahí adentro? —pensé respuestas pero mi mente estaba en blanco.

Hace mucho no me hacía esa pregunta. Y además, principalmente: no podía salir de mi asombro.

Solo podía pensar en la increíble coincidencia, si es que tal cosa existe.

Pronto recordé algo: de dónde conocía esa voz. Por qué razones la quería. Por qué motivos la

añoraba con nostalgia, con pena, con ternura. Por qué motivos algo dentro mío había temblado al escucharla.

—Prometeme que nunca vas a estar acá adentro. —le supliqué de pronto, desesperado, con los ojos vidriosos. Como si volviera a la realidad. Como si de eso dependiera mi vida. Como si lo hubiera entendido todo. —. Decime que lo prometés. Juralo, no cruces los dedos, sé que solés hacer eso cuando mamá te dice que jures que no vas a molestar más a… a tu hermano. Por favor.

—¿Cómo sabe usted que mi mamá…. No, señor. Le tengo miedo a la oscuridad. Y acá hay muchas cosas. Tengo nueve años. Me tengo que ir.

Supuse que con ‘‘cosas’’ me refería a oportunidades, solo que esa palabra aún no la había

aprendido. Pronto lo haría, y pronto lo perdería.

Y me escuché marchar corriendo. Escuché mi risa. Una que tuve cuando fui feliz.

Me escuché jugar de nuevo, cada vez más lejos.

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