La discusión en torno a qué es una vanguardia artística y cuándo podemos estar seguros de estar frente a una, no es nueva. Bürger (Teoría de la vanguardia, 1987) la define como un ataque al status del Arte defendido por las instituciones. Subirats (Linterna mágica, 1997), recurriendo al diccionario, advierte que el término vanguardia proviene de la terminología militar, y que sólo fue aplicado, para caracterizar ciertos movimientos artísticos surgidos en la Europa de entre guerra, recién después de la Segunda Guerra Mundial. Al margen de las discrepancias, sobre lo positivo o negativo del término, estos dos autores están de acuerdo en considerar que una vanguardia artística conlleva en su interior un impulso de choque y cambio frente a lo institucionalmente impuesto. Concuerdan también que toda vanguardia debe estar regulada por un programa a seguir, dando por hecho la conciencia de sus actos. De esto último, se desprende que toda vanguardia es un hecho grupal, nunca individual.
Sinteticé, tomando a dos críticos que han estudiado profusamente las primeras vanguardias artísticas europeas, las características que ayudarían a identificar una vanguardia en arte. Nada impediría, entonces, aplicando tales consignas, saber cuando estamos frente a un movimiento de vanguardia. Tomemos para nuestro análisis, el siguiente caso: En 1969, Jorge Romero Brest, emprende, en nuestro país, una historia del arte argentino, y el criterio de clasificación aplicado por él, es el de atraso y progreso, recayendo la primera valoración para todo el arte anterior a 1960. Ahora bien ¿qué es un arte de progreso? ¿Acaso podemos decir que es lo mismo que un arte de vanguardia? Antes de contestar esta pregunta es necesario saber qué entendía Romero Brest por arte progresista y por qué esa categoría la aplica únicamente al arte de los ’60. Luis Felipe Noé, figura central de aquellos años, decía: “Volví a la Argentina para contribuir a la formación de una expresión nacional por medio de una imagen viva resultante de un proceso de invención nacido de exigencias interiores. Es hora de elaborar nuestras propias vanguardias”. Kenneth Kemble, por su parte, consideraba que un arte de vanguardia era aquel que había “aportado algo nuevo a nivel genuinamente creativo”.
En ambos artistas existe la preocupación de la vanguardia, en ambos artistas, existe la intención de crear un arte nuevo, original y nacional. Ninguno de ellos habla de “progreso”. Sin embargo, todos ellos sentían que lo que estaban haciendo era realmente nuevo, progresista. Por primera vez el arte argentino podía medir sus fuerzas de igual a igual con el arte de las principales capitales europeas y con el de Nueva York. Eso era lo que ellos sentían y no sólo ellos, las instituciones también participaban de aquel entusiasmo. Veían la producción de estos nuevos artistas como arte de exportación, arte para ser vendido en el plano internacional. Los artistas aceptaron cómodamente aquel epíteto sin demasiado sentido crítico. Ellos mismos, podemos decir, habían resignificado el término de vanguardia: no había una crítica a las Instituciones, no había un programa a seguir, lo que a todos ellos los movía e identificaba era el afán de novedad. La vanguardia era crear un arte nuevo, su revolución se sintetizaba en un cuadro. Sin embargo, sabemos que la novedad muchas veces puede tomar diferentes formas, no excluyendo la perversidad, el sin sentido y la destrucción. El idilio, por tanto, entre las instituciones y los artistas, no podía durar mucho.
Para Oscar Wilde no existe el arte, sino lo que, meramente o, es probable para él, extraordinariamente hay, son artistas. Descreía, al mismo tiempo, de cualquier embestida grupal, a favor de conservar y no perder el individualismo que tanto profesó. Fugazmente, un oscuro contemporáneo suyo, en tierras vecinas, dijo que “la poesía debe ser hecha por todos”. El primero abogaba por el individualismo, quizá conocedor de ser copiado, el segundo lo hacía por el pluralismo, quizá conocedor de su soledad, ambos artistas fueron genuinamente originales. En el siglo XX, el que fuera un artista solitario, el Conde de Lautreámont, muerto prematuramente, fue el inspirador de uno de los movimientos vanguardistas más famosos: el surrealismo. A Wilde, después de su muerte, sólo le cupo la suerte de ser valorado por algunos pocos e individuales artistas. Finalmente, aquel que defendiera el individualismo terminó siendo un solitario, y por el contrario, el poeta anónimo se multiplicó, fiel a su deseo, en incontables seguidores.
Es probable que el deseo de individualidad y pluralidad se den cita internamente en el interior de cada artista. Es probable también que el primero de ellos sea más importante que el segundo. Es probable que Wilde tenga razón al hablar de artistas y no de arte, para resguardarse de las conceptualizaciones de la crítica. Es probable que en el arte de los ’60 no todo haya sido original, pero podemos contar con ciertos artistas originales e individuales, pensamos en Greco y Santantonín. Es probable que sólo podamos hablar en arte de progreso cuando pensamos en la diferencia y no en una carrera a un fin determinado. Es probable justificar las palabras de Romero Brest si las leemos de esta manera y no como él las pensó, como una carrera en el plano internacional.
Carlos Rey (1977, CABA), escritor, afiinador de hamacas y poeta. Publicó Cavidades (2008) y El poeta y yo y otros poemas (2018). Dirige la revista de poesía Katana.