Hace muchos años que soy editor: hoy me parece que nunca pude haber sido otra cosa, que de algún modo estaba destinado. Cada tanto me da por mirar atrás, y reflexionar cómo fue que llegué hasta aquí, y cuando pienso en cosas que me pasaron antes de dedicarme a la edición, me parece ver que el camino hasta hoy, hasta esto, es algo sumamente orgánico. Quizás es un delirio mío, quizás es la magia y el hechizo de la retrospectiva.
Por ejemplo, me acuerdo de cuando fui librero ¡hace 20 años! en una célebre y mítica librería de la avenida Corrientes. En esa librería aprendí de todo, fue mi colegio, mi academia. Lijaba libros en el depósito, armaba mesas y vidrieras, charlaba con escritores y con lectores, y vendía. ¡Cómo vendía! Me apasionaba vender libros, era algo que me encendía el alma, era una máquina, pero no lo hacía con frialdad, para nada. Para mí vender libros era escuchar al lector. No era imponerle el libro que a mí me gustaba, sino aprender a escucharlo para detectar el momento en que el libro que ese lector estaba buscando se desprendía de él aunque él no lo supiese: era cuestión de estar atento, muy atento para poder traducir la inquietud y el deseo del lector en un libro y darselo, facilitar el encuentro entre el lector y el libro.
Cada tanto venían escritores a la librería. Tenían la intención de ofrecerme sus libros, que tanto les había costado autopublicar.
Sacaban de su mochila unos cinco o diez ejemplares, me contaban de qué se trataba su obra y me rogaban que los ayude a que se vendan, que haga mi parte, que los ponga a la vista y lo pueda recomendar: yo siempre me sentí un cómplice de los libros y del lector, pero estaba aprendiendo que también había un vínculo entre el librero y el escritor: una alianza.
Esto de la alianza, en el tiempo, no me parece algo menor. Hay escritores que no ven en el librero un aliado, sino alguien que les debe algo, que están a priori haciendo mal su trabajo si no le exhiben el libro. Hay escritores que caen en la librería y se disfrazan de otra persona, y recomiendan su propio libro o reclaman que no está puesto donde debería estar, pero bueno, esa es una historia para otro artículo.
Uno de esos tantos escritores buena onda llegó un día y me dejó su libro de cuentos. Me contó que los había escrito para su hijo. Charlamos un buen rato, me leyó uno de esos cuentos, me gustó mucho y charlamos un rato más. Antes de irse, me dijo: “no solo me gusta escribir mis libros, también los tengo que vender. Si te lo vendo a vos, que sos librero, vos se lo vas a vender a los lectores que entren a la librería”. Un libro solo, entre tantos tantos libros, necesita una mano. El libro solo, sin el gesto humano, sin la compañía de un lector, un librero, un editor, bueno: es poca cosa.
Tomé sus ejemplares y los puse en la vidriera. Como librero no podía evitar el encantamiento que me provocaba un libro nuevo y un escritor que lo remaba, que le ponía el hombro, aun y sobre todo cuando, según me contaba, lo habían rechazado en todas las editoriales a las que había llevado su libro.
Pero su esfuerzo y su dedicación iban a dar su fruto.
Este escritor se llama Jorge Bucay.
Más allá de lo que hoy en día pueda pensarse sobre Jorge Bucay, en su género fue inmenso. Lo importante, en todo caso, es que me dispara a una serie de reflexiones.
Mi libro no se vende.
Publiqué un libro, pero no se vende. Subí mi novela a Amazon, pero no se vende. Tengo varios libros en distintas plataformas y editoriales, pero no se venden.
¿Cuántas veces escuché esa frase cuando era librero, cuando fui agente literario, representante, y ahora, como editor?
¡MI LIBRO NO SE VENDE!
Es como un estribillo: una eterna cantinela que escucho desde hace 30 años.
Lo primero que me llama la atención es la forma en que se plantea la cuestión —mi libro no se vende— usando una pasiva refleja: se vende; una construcción gramatical que exhibe una ausencia de responsable.
El complemento agente no aparece: alguien —no se sabe quién— debería vender el libro. ¿O tal vez el libro se debería vender solo? ¿Por arte de magia? ¿Por inercia, por casualidad?
La situación cambia radicalmente si se pronuncia esa frase en voz activa:
No vendo mi libro.
En ese caso, el sujeto activo aparece claramente: yo. Yo soy el responsable de la acción de vender el libro. Si yo no hago algo, la venta no sucede.
Estamos en un mundo peculiar, y la industria del libro cambió mucho: se multiplicó la tirada de libros: estamos en el punto de la historia en que se publican más libros que nunca. Un libro que sale a la calle tiene que verselas contra miles de otros libros y, para ser francos, no hay tantos lectores: hay muchos, pero no infinitos.
Un libro que sale a la calle necesita ayuda: de la editorial, de la crítica, de los libreros y las librerías, pero sobre todo de su propio autor, que tiene que acompañar a su libro para llevarlo lejos.
Es cuestión de asumir la responsabilidad, y la mitad del camino del libro estará empezando.