La poesía y la vida // por Carlos Rey

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Cuando leemos en Pessoa la referencia de que Milton, el poeta John Milton, dejaba la vida en cada verso, ¿qué debemos entender por ello? ¿Qué significa “dejar la vida en cada verso”, en palabras de un poeta, que a su vez se refiere al trabajo de otro poeta? ¿Acaso la vida se puede “dejar”? ¿Y si esto fuera posible, es decir, el “dejar la vida”, se trataría de un “abandonar la vida” o sería, más bien, un “entregar la vida”, la del poeta, en pos ‒no olvidemos, la entrega siempre es entrega de y por algo‒ en este caso por un verso? “Dejar la vida en cada verso” significaría, aquí, para el poeta, un entregarse todo entero, un entregarse, que muy lejos está de ser un mero abandonarse. Se trata de un dejarse la vida, la propia, en manos de eso otro que abisma y se abisma, eso otro no distinto, en su fondo, de uno mismo. Estos extremos, que logran ser pensados cuando se deja la vida, la propia y, sin embargo, la prestada, en busca de aquello, lo otro ‒algo así como su causa‒ donde los extremos se unen y donde lo que llamamos ‒a falta de un mejor término‒ su causa, adquiere su sentido esencial, es decir, su existencia, en un verso, en definitiva, en una palabra. La cosa hecha, creada, la obra (cada verso que se lleva la vida busca la obra), toma su espíritu del acto de entrega, acto que ocurre, como dije, siempre en un aquí y ahora, porque cada palabra, cada verso y cada vida –algo que no debemos olvidar si queremos seguir manteniendo los pies sobre la tierra- tiene su tiempo, tiempo vital, en este caso, del poeta, en donde cobra verdadero sentido su dejarse ir en cada entrega. Lo que se deja ir es sólo una vida, la propia y, sin embargo, la prestada, pero no tan prestada a la hora de dejarla ir en un acto libre y consciente. Porque el aquí y ahora, como lo más propio que posee el artista, también es un aquí y ahora proyectado al futuro, un aquí y ahora convertido en un allí y después, un allí, en algún lugar.

“Llegar a la vida en cada verso”, e irrumpe, ahora, otro sentido del “dejar”, dejar como llegar, como un llegar a la vida, desde un dejar la vida también llegar a la vida, vida ésta, ahora, la de los versos, de cada uno de ellos que conforman un poema, una obra. Llegar a la vida, esta vez, a la vida de la obra, la vida de la obra que no es la vida del artista, la que aquel ha dejado ir, la suya propia y la ajena, porque la vida desde el momento de la entrega se ha convertido en la vida de cada verso, en la vida del poema, en la vida de la obra. Dejar y llegar, dejar y llevar la vida. Parece no tener mucho sentido, siempre que se olvide que el pensamiento se mueve en los extremos. De lo que se habla aquí nada tiene que ver la muerte del autor.

Dejar y llegar. Dejar la vida y llegar a la vida. Así presentado tiene estatus de fórmula. Pero, a pesar de ello, el poeta deja la vida en cada verso. ¿Se trata de cualquier poeta? No, de cualquiera no. Pessoa se refiere a Milton, al poeta John Milton. “Cuando Milton escribía un soneto –dice Pessoa- lo hacía como si fuera a vivir o morir por ese único soneto”. Se trata de una exigencia extrema, ¿de dónde, por dónde, hacia dónde? “Dejar la vida en cada verso” –tal como hemos resumido el sentido de la frase del poeta portugués- tiene que poder dar respuesta a tales interrogantes. El poeta, pero no cualquier poeta, el poeta John Milton, escribe cada soneto, cada obra, como si fuera a vivir o morir por ese único soneto. La unicidad tiene carácter universal. Lo que se concreta es la escritura, el lenguaje ‒¿toda la escritura, todo el lenguaje?‒ del poema, en el poema. La escritura del poema representa para el poeta la realización concreta de su vida, la llegada al tiempo de la obra, a un tiempo propio de la obra, un tiempo que nada tiene que ver con el tiempo del artista, que no depende de él y al que, sin embargo, reclama, convoca, provoca en un llevarse la vida del poeta. Pero esto no le ocurre a cualquier poeta, esto le pasa a Milton, a John Milton, que escribía un soneto como si fuera a vivir o morir por ese único soneto.

Mencioné al tiempo, tiempo de la obra y tiempo del artista, compatibles e incompatibles a la vez. Compatibles en el momento de la entrega, instante supremo y misterioso, e incompatibles, porque la vida de la obra no es la vida del artista –él la ha cedido, ha entregado su vida, se ha olvidado de sí, en busca de la aparición del poema, de la obra. Escribía un soneto como si fuera a vivir o morir por ese único soneto. Tarea que lo sostiene entre límites. Tarea de un extremo rigor. Parecería ser que nada de esto tiene que ver con el arte, con el arte que conocemos y del que oímos hablar tantas veces. Hablamos de la vida, de la vida de un hombre. Lo que está en juego aquí es la vida de un hombre, pero no de cualquiera, de Milton, del poeta John Milton, que escribía un soneto como si fuera a vivir o morir por ese único soneto. ¿De dónde le viene al poeta tal exigencia en su tarea, una exigencia que le hace poner la vida en juego? No hay dudas sobre esto, Pessoa lo dice, la exigencia es por ese único soneto, no cualquier soneto, el soneto es único, por lo que podemos agregar, entonces, que la obra en el momento de su realización se convierte en la única, no hay otra; la obra de arte en el momento de su creación es absolutamente individual. Su carácter de absoluto hace que la vida esté en juego, la vida del poeta. Dar con el tiempo propio de la obra –porque de esto se trata para el poeta- exige al artista un desafío, un entregarse al riesgo de poner su vida en juego, su propia vida, lo que significa para él perder el tiempo de sus días, su propio tiempo como hombre. Este riesgo no debemos entenderlo simplemente como un alejarse del mundo, sino también, por otra parte, el riesgo estriba en no lograr hacer participe el tiempo de la obra en el mundo. El único soneto, aquel del cual todo depende, la vida y la muerte del poeta, su aquí y ahora, su tiempo de artista. El único soneto impele al artista a enfrentarse con el tiempo de la obra. El único soneto arroja al artista al dominio de la voluntad y la violencia y no a la espera. La espera se encontraría más acorde con el tiempo físico del hombre, nada tiene que ver con el tiempo de la obra, todo lo contrario, la exigencia a enfrentarse con el tiempo de la obra obliga al artista a correr ese riesgo, aunque se le vaya la vida en ello. Por lo tanto, el tiempo del artista se convierte así no en un tiempo de espera. Él también debe ganarse su vida, su tiempo, porque lo que está en juego, lo que se entrega, es su vida, la propia y no tanto. Cuando se llega a este punto el peligro es inevitable y sin sentido, al menos para el mundo, pero de ninguna manera para el artista. Él sabe que no se trata de él como persona, que la exigencia le viene de afuera, que no guarda una explicación razonable, que nada tiene que ver con el tiempo del mundo, que se trata de un tiempo que no es el tiempo del mundo, un tiempo que ha dejado de ser su tiempo, que ya no depende de sus inclinaciones y preferencias, se trata de ese punto donde el artista se encuentra sumergido en el tiempo de la obra de arte. Cuando el artista llega a este punto se escribe dejando la vida en cada verso, se escribe como Milton, como el poeta John Milton, quien lo hacía como si fuera a vivir o morir por ese único soneto. La exigencia de la obra se debe entender como la obligación del artista ante el tiempo propio de la obra, algo que no depende completamente de él, pero que, sin embargo, él es el único capaz de llevar a cabo.

 

Carlos Rey (1977, CABA), escritor, ventrílocuo y poeta. Publicó Cavidades (2008) y El poeta y yo y otros poemas (2018). Dirige la revista de poesía Katana.

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