La última canción // un cuento de Sol Iannaci

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Lo que más disfruto al tocar el piano es sentir que, en al menos un rincón del planeta, en alguna cosa que tal vez sea insignificante a los ojos de los demás, soy buena. Cuando mis dedos recorren las teclas no le temo a nada. Cuando la melodía surge, viajo junto a ella a otra realidad. En esa realidad soy suficiente, aunque Martín me vive diciendo que ya lo soy.
Me gusta tenerlo detrás mío. Me gusta que escuche mi canción. Me encantaría creerle cuando me dice que no le molesta que me siente a componer, pero me es difícil no sospechar que molesto. A veces le pido perdón por pedir tanto perdón. Las palabras se enredan, le doy vueltas al asunto y él me intenta calmar. La música me desconecta de la realidad y lo olvido todo por un rato. Pronto me encuentro inmersa en ese otro mundo. Ahí me siento fuerte, importante, irremplazable. No quiero volver a la realidad y si pudiera estirar esa sensación de seguridad, lo haría. Pero se desvanece tan pronto en cuanto dejo de tocar.
Martín se acerca a mi cuerpo y me besa con dulzura en la cabeza. Siempre me dice que adora el perfume de mi shampoo. Siempre repite que huele a cerezas. Jamás quise llevarle la contra o explicarle que es de coco y que el coco no se parece en nada a las cerezas, ¿por qué motivo lo haría? Solo importa que la persona que más adoro en el mundo encontró en mi pelo algo que no existe en nadie más. Me daría mucha pena que descubriera que es una farsa. No querría tener que ser yo quien le explique que el perfume de mi pelo es tradicional. Detesto mi pelo, su color, y lo siento insulso, pero a Martín le parece gustar. Me trata de convencer de que soy la mujer más hermosa del mundo, y yo sé que eso no es cierto. Él para mí es un ángel que siempre me susurra cosas en las que no creo, pero con cada susurro acaricia alguna herida, y aunque es solo trabajo mío, logra apaciguar un poco mi infierno. En esos instantes puedo jurarle a cualquiera que las llamas no queman tanto.
Cuando me detengo a mirarlo, lo noto distante, distinto. ¿Es mi imaginación? Quizás no debería haber tocado por tanto tiempo el piano. Tal vez se aburrió. Lo sobreanalizo en tan solo unos segundos, y aterrizo en la conclusión de que todo se destruyó.
Intuyo que él podría encontrarme en cualquier parte y me entristezco: no quiero perder a Martín. ¿Por qué no lo perdería? nunca nadie quiso quedarse, y no puedo culparlos. No sé si hay algo que mi tacto cambie. No sé si existe algo en mí que sea digno de admirar.
Por eso me gustaba tocar el piano mientras sentía la presencia de Martín a mis espaldas.
Incluso aunque me da vergüenza que me mire la espalda. Me gustaba tocar para él porque sé que soy buena. Intentaba explicarle a través de la melodía lo mucho que lo quiero. Me esforzaba porque se emocione y entendiera que el amor antes para mí era un campo de batalla, y que aunque sigo en guerra con mi reflejo, en él encontré un refugio. Uno más cálido del que yo merezco.
Me encantaría serle suficiente, o serme suficiente, o serlo, para algo. En el piano me siento especial. Martín me dice que me ama, y yo confío en lo que dice. Pero no lo comprendo.
Algunas noches, cuando hace frío, me aferro a su cuerpo y me percibo absolutamente protegida de todo, excepto de mí misma y de mi manía por arruinar las cosas. Lo miro fijamente y le pregunto si me sigue queriendo. Me contesta que sí con dulzura, como si nunca se cansara. Pero sé que eventualmente se va a cansar. Hasta yo estoy cansada, pero no puedo irme de mí. En cambio él está a tiempo de hacerlo.
Los ojos se me llenan de lágrimas al sentir sus labios en mi cabeza. Me levanto del asiento, dejando al piano, a la música y a la seguridad detrás. Lo abrazo con todas mis fuerzas y pienso en que lo quiero como jamás quise a nadie, pero que no sé hacerlo. Mi terror de que no sea mutuo me desvela por las madrugadas, el miedo de no parecerle valiosa me invade, mi pánico de perderlo me comienza a dañar. No le explico lo que me sucede. En cambio, le digo que prefiero dejar las cosas acá, que estoy confundida, que me está haciendo mal.
Frunce el ceño y me pide explicaciones que no doy. Observo como su mirada se apaga, lo observo irse, y me derrumbo en el suelo. Me gustaría gritarle que lo dejo por amarlo y no por no hacerlo, pero no puedo hablar.
Creo que sus ojos ya estaban húmedos desde que se acercó al piano sin siquiera sospechar que yo iba a terminar la relación, pero no puedo asegurarlo. ¿Por qué estaría, mientras yo componía, ya llorando? Es posible que entonces le haya ganado de mano. Es posible que él también me estuviera por dejar.
Cierra la puerta con fuerza y lo entiendo: esa fue nuestra última canción. Perdí a Martín, para siempre. Yo sabía que esto iba a pasar. Cuando no creés que merecés cosas buenas, simplemente las ahuyentás.
Me siento frente al piano, ahora sola, y sigo tocando. Mis lágrimas caen en las teclas como gotas de sangre, y la melodía que nace es triste, oscura, fúnebre. Como si algo acabara de morir. Como si yo lo acabara de matar.

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