A fines del siglo XIX, Oscar Wilde, en una conferencia dictada a estudiantes de arte, argumentaba que hablar de arte inglés no tenía sentido, ya que “con la misma lógica se podría hablar de las matemáticas inglesas”, y remataba más adelante, “en realidad, una escuela nacional es, sencillamente, una escuela provincial”. Al margen de la verdad que pueda encerrar la opinión del poeta (que como dijera Borges, siempre tiene razón) de lo que podemos estar seguros es que tales palabras se encuentran precedidas por la seguridad de una tradición cultural sólida detrás. Wilde podía practicar el escepticismo en incontables oportunidades, pero nunca hubiera dudado de la larga tradición de la cultura inglesa. Con sólo mirar hacia atrás podía saberse resguardado por las figuras de Shakespeare, Milton, Shelley, Blake, Berkeley, Turner. Incluso si hubiese querido burlarse de su Irlanda natal se habría topado con la figura del poeta Burns. Wilde defiende la universalidad del arte más allá de cualquier frontera nacional. Wilde, sabiéndose hijo de una larga tradición vislumbra para el arte inglés la categoría de universal. El poeta francés Mallarmé con el mismo criterio supo decir que todos los libros forman parte de un Libro total e imperecedero. Saber cuantos de ellos serían franceses no resulta de gran esfuerzo. En definitiva, lo que se oculta en tales consideraciones es la historia que hace que esas consideraciones tomen relieve. ¿Pero que pasa cuando se trata de una cultura en formación? ¿Qué pasa cuando lo que primero se requiere es apuntalar las bases identificatorias para que la historia comience a rodar?
Surge necesario, entonces, (y sirviéndonos de las palabras de Wilde) decir que, para llegar a ser universal, primero se requiere ser provincial. Tomemos el caso de nuestros artistas y escritores de la década del 20. En literatura, al mirar atrás sólo podían ver la figura de Lugones que no dejaba de ser un hijo del modernismo de Rubén Darío. Y en las artes plásticas el clasicismo se erigía como la escuela por antonomasia. Sin embargo, los jóvenes intelectuales y artistas de aquellos años soñaban con enterrar aquello que surgía a sus ojos como viejo y caduco. La Buenos Aires de los años ’20 era campo propicio para los cambios que se avecinaban. El fenómeno de la modernización podía sentirse en el aire. Ellos mismos lo sentían a cada paso. En ellos mismos se operaban los cambios de lo que se llamó la experiencia moderna. Era el comienzo de sentar las bases de una cultura autóctona y nueva, era el comienzo de la renovación del arte, tomando en consideración los últimos aportes de las vanguardias europeas. No podemos perder de vista que la mayoría de los intelectuales y artistas que participaron del cambio tuvieron su iniciación en Europa. Borges, Xul Solar, Spilimbergo, Berni, volvieron luego de su paso por el viejo continente, nutridos de las últimas novedades. Se crearon por aquellos años varias revistas portadoras de la buena nueva. Era el momento de la vanguardia, era el momento de lucha y de polémica para erigir una cultura moderna e individual. Sin embargo, muchos de los artistas que habían partido con una Buenos Aires en sus ojos se vieron sorprendidos, a su regreso, por el vertiginoso cambio que se había operado. Muchos de ellos fueron atacados de sentimientos ambiguos, nostalgia por lo perdido y entusiasmo por el fenómeno de modernización. Buenos Aires se erigía como una auténtica capital europea dentro de Sudamérica. La vorágine del cambio amenazaba con arrasar con todo. Algunos intelectuales aplaudían el cambio a manos llenas, otros, más reticentes, preferían ser más precavidos.
Se vivía en una tensión extrema. Sin embargo, la ciudad cosmopolita no contaba con un idioma definido. En cada barrio predominaba la cultura de la mezcla. Una sólida discusión de aquellos años fue sentar las bases del idioma argentino. Borges por aquellos años escribe “Las alarmas del Dr. Américo Castro”, dejando bien en claro donde, para él, estaban las verdaderas raíces del idioma argentino. Como él, muchos artistas ven los arrabales y los suburbios como la verdadera tradición a rescatar y reformular a través de un lenguaje nuevo. Tuñon escribe tomando como inspiración para su poesía las calles y sus personajes comunes. Arlt hará otro tanto. Berni, dejando atrás el surrealismo traído de París, comenzará por los años ’30, teniendo como marco el gran revés de la economía por esos años, a pintar a anónimos trabajadores con su realidad decadente. En un proceso contradictorio como lo es la modernidad, los artistas no podían verse al margen. Ellos, como verdaderos modernos, se encontraban frente a la aventura del cambio, pero amenazados también por perder su identidad. Los artistas e intelectuales de los años ’20 y ’30 fueron los primeros que sentaron en nuestras tierras las bases de una cultura, no exenta de contradicciones, entre lo nuevo y la tradición, abriendo un campo fértil de discusión para las décadas que vendrán.
Carlos Rey (1977, CABA), escritor, gomero, gomazo y poeta. Publicó Cavidades (2008) y El poeta y yo y otros poemas (2018). Dirige la revista de poesía Katana.