Las obras de arte, por mucho que sea la plenitud
con que se presenten, son sólo torsos.
T. W. Adorno
En una carta fechada el 6 de junio de 1888 Van Gogh le escribe a su hermano: “’La obra maestra está por hacerse’. Pero te pones a intentarlo y se te vuelve abstracto como un sonámbulo”. La obra maestra es lo imposible, y el artista trabaja buscando lo imposible, no puede hacerlo de otra manera, desde el momento en que se ha entregado todo entero, ha entregado su vida, su propia vida, en busca de la obra, la obra maestra, la obra pura, la obra imposible. Parecería ser, entonces, que toda la entrega no basta, no cierra el círculo –imagen ésta, la del círculo, a la que volveremos más adelante para ver qué nos depara su figura.
Al artista, por lo pronto, y ante tales fronteras, sólo le queda la presunción de haberlo entregado todo, su vida dentro de ese todo, su vida y únicamente su vida.
La obra maestra, obra pura, absoluta, la obra imposible, lo que el artista intenta alcanzar, pero al hacerlo “se te vuelve abstracto como un sonámbulo”. El imposible de la obra maestra, la obra pura, absoluta, es la marca, data, seña, de la mano del artista al momento de ajustarse a su tarea. Tarea posible dentro de lo imposible, búsqueda ideal que arrastra al artista a un abstracto que no existe. Sin embargo, y a pesar de ello, “la obra maestra está por hacerse”. ¿Cómo debemos entender este por hacerse de la obra maestra que se muestra como lo imposible? ¿Por qué si siendo lo imposible, la obra maestra, obra pura, se hallaría, no obstante, disparada a un por venir a la mano del artista? ¿A la mano del artista? ¿Y, si tal es así, lo hace en forma de ese abstracto, el sonámbulo que no existe?
Las manos tienen aquí su importancia. “¡Que siglo de manos! Mi mano nunca será mía”, dijo Rimbaud. Así habla un poeta, un poeta quien conoció, él más que ninguno, el infierno de la mano que no se domina. Porque la mano, la mano del artista, se presenta como lo más propio y a la vez lo ajeno, lo que se posee y a la vez lo poseído, la mano que no pertenece, pero pertenece, pertenece como lo único que tiene el artista a la hora de ajustarse a su tarea.
Entre el mi y el nunca corre la obra maestra. Pero también lo hace, también corre, en su hacerse, la otra obra, obra de manos, obra al fin y al cabo, obra de tiempo y para el tiempo, obra acabada y deshecha en un hacerse remitido a un por y culminado en una entrega, un hacerse al cual el por venir será guía y camino, el por hacerse de la obra maestra.
Imagen fugaz, la de lo imposible, una vez fuera del arrebato creativo, pero, en cambio, dentro, figura cercana, una y otra vez, siempre.
El por hacerse de la obra maestra, obra pura, es el acto mismo de creación, un transcurrir como errancia, sin embargo, un camino, porque la obra en el momento de su hacerse se presenta como portadora de todas las posibilidades, divisa que acompaña al artista en su creación, divisa ideal que guarda, es verdad, cierto grado de vanidad, pero que descansa, su verdadero sentido, en la infinitud del trabajo creativo. Porque el sonámbulo también es el artista, el olvidado de sí, preocupado en cuestiones de forma y estilo, el que busca la obra maestra, pero también existe el otro, el traspasado de vida y de mundo, el hombre, el hombre que también es el artista, el hombre que habla, dice, habla en el tiempo y a través del tiempo, lo hace en un aquí y ahora, desde su más propio tiempo proyectado al futuro.
La obra maestra, la única, la obra que no existe, se transforma así en símbolo de todas y cada una de las obras en el momento de su realización, emblema de la posibilidad de un es al que la obra de arte se proyecta. “Tengo siempre enormes remordimientos cuando pienso en mi trabajo tan poco en armonía con lo que hubiera deseado hacer. Espero que, a la larga, esto me llevará a realizar mejores cosas”, escribe Van Gogh en otra carta. La idea de la obra maestra sostiene al artista en la creación y en la entrega absoluta, su fracaso, en cambio, permite a la obra, la otra obra, obra de manos y de tiempo, obra de arte al fin, ser cosa hecha. Porque lo imposible se presenta a cada paso en la mano del artista. Lo imposible también es, en definitiva, la obra, la obra de arte, obra única y, por lo tanto, ausente y, sin embargo, la obra aparece, en cada obra sincera se muestra, se trata de la otra obra, obra de manos y de tiempo.
Por lo tanto, la obra maestra, obra pura, aspira a su concreción en cada obra sincera, en cada obra donde el aquí y ahora se corresponde con su más propio tiempo, porque la mano, la mano del artista, viene a la obra también mostrando sus cicatrices. Y no sólo lo hace en forma de herida, la cicatriz no sólo y simplemente es una herida. La cicatriz es marca, sello, como las líneas de tiempo que surcan nuestras palmas y que son leídas únicamente por los adivinos.
Carlos Rey (1977, CABA), Licenciado en Bellas Artes, escritor, padre, banana y poeta. Publicó Cavidades (2008) y El poeta y yo y otros poemas (2018). Dirige la revista de poesía Katana.